domingo, 20 de febrero de 2011

La Acampada


Los cuatro amigos bajaron con sus mochilas del tren y se encaminaron por una estrecha vereda monte arriba, en busca de un buen lugar donde pasar el fin de semana. Plantaron la vieja tienda de campaña cerca del arroyo y se dedicaron a la escalada de encinas, alcornoques y algún que otro risco de no mucha altura. Al caer la noche,  agotados tras sus correrías por la sierra y la poca costumbre de andar por el campo, encendieron un pequeño fuego y prepararon su cena. Dieron buena cuenta de una sopa de sobre y, acompañados de unos licores espirituales que llevaban, eso sí, convenientemente mezclados con “la chispa de la vida”, se dispusieron a disfrutar de las estrellas que no podían ver en su ciudad. Aunque les parecía de película, en el silencio de la noche, a lo lejos, se escuchaba el aullido de los lobos.  El marco y la situación eran ideales y, lógicamente, en todo buen fuego de campamento, no  podían faltar las historias de miedo.

Hace poco me contó mi padre que por estos montes se escondía un huido de la justicia. -¿Un maquis?. -¿Un partisano?. No, por lo visto era un asesino. La Guardia Civil estuvo detrás de él muchos años. Le apodaban El Rayón porque tenía el pelo blanco como la nieve y un mechón de pelo negro desde la frente hasta la coronilla. Asaltaba a la gente forastera, que nadie conocía. Era cruel y sanguinario. Actuaba pocas veces  pero sus víctimas aparecían degolladas. Quienes lo habían visto de lejos decían que llevaba una bolsa donde paseaba la cabeza de sus  perjudicados. Cuentan que la Benemérita nunca consiguió detenerlo y al cabo de los años dejaron de aparecer cuerpos decapitados de forasteros. Posiblemente El Rayón se habría despeñado por algunos de los barrancos de la zona.

El Migue fue el primero en despertarse cuando aún no había aclarecido el día. Vaciando su vejiga de los excesos de la noche anterior, se quedó asombrado de la espesa niebla que se había levantado. Mañanitas de niebla, tardes de paseo, pensó. Cuando regresó a la tienda se dio cuenta que faltaba uno de sus amigos. –Quillos, despertaros que el Canijo no está. –Estará meando igual que tú. –Que no, Pere, que ya he mirado por todos lados y no está y la tienda estaba bien cerrada cuando he salido. Con el aturdimiento resacoso que tenían salieron a buscar al desaparecido compañero. Lo llamaron varias veces pero solo  respondía el sonido del amanecer serrano. En un instante de silencio escucharon el crujir de unas pisadas sobre la hojarasca. La espesa niebla no les permitía ver más allá de cinco o seis metros. Fue entonces cuando se les heló la sangre. El corazón les latía con intensidad y el miedo les paralizó las piernas. Lo vieron acercarse lentamente. Una figura alta y delgada, cubierta con un poncho con capucha, un palo en una mano y una bolsa en la otra. No sabían que hacer, aquella figura se acercaba lentamente hacia ellos y sentían como un escalofrio les recorría la espalda.  Fue   en ese momento cuando escucharon su voz.

¿Ya os habéis despertado? ¡ Vaya la que cogisteis anoche!. Anda Gordo enciende el fuego y ve haciendo cola cao que me he levantado temprano, me he acercado a la estación del tren y he comprado una rueda de “calentitos”, que hoy domingo ponen un puesto ambulante para atender a los turista que vienen a la sierra a pasar el día. ¿Por qué me miráis así? ¡Ah! ¡Ya lo sé! ¿Que no sabéis lo que son “calentitos”? Pues los “calentitos” son churros, es que por aquí los llaman de esta manera.
 
Epilogo.
Con el cansancio de un fin de semana glorioso, el Canijo se sentó junto a la ventana dispuesto a descansar durante el viaje de regreso. Justo en la esquina del apeadero ferroviario, había un viejo encorvado, apoyado en un bastón que lo miraba sonriendo. En la solapa de su chaqueta de pana, lucía una chapa con tres franjas de colores: rojo, amarillo y morado. Cuando el tren se puso en marcha el anciano se quitó su boina a modo de saludo y dejó ver un manto de pelo blanco que cubría su cabeza y un mechón de pelo gris que partía  desde la frente hasta la coronilla.