jueves, 8 de marzo de 2012

I. De como el Licenciado D. Manuel...


I.     De como el licenciado Ramírez defendió los colores de sus competidores.

El licenciado Don Manuel  Ramírez y Rubio dejó hace mucho sus labores como visitador de galenos para dedicarse a unos de los mejores cometidos que se puedan facer en la muy heroica ciudad de Sevilla. Abrió en el 17 de la calle Ancha de San Bernardo, para deleite del barrio extramuros del mismo nombre, lleno de toreadores y artilleros, un figón al que le puso de nombre el de su apellido paterno, que su augusto progenitor le transmitió  como muestra de la hidalguía y limpieza de sangre, no en vano era cristiano viejo. Tan cristiano como él, que es hermano practicante de la Real,  Ilustre y Fervorosa Hermandad Sacramental de la Pura y Limpia Concepción de la Santísima Virgen María, Animas Benditas del Purgatorio y Cofradía de Nazarenos del Santísimo Cristo de la Salud, María Santísima del Refugio, Santa Cruz, Nuestra Señora del Patrocinio, Santa Bárbara y San Bernardo.   

Con frente despejada y canoso mostacho, sonríe detrás del viejo mostrador de madera cuando su ilustre clientela abandona los taburetes de recia encina, y presta se encamina a subir el viejo puente del arrabal después de degustar las viandas y probar los generosos caldos y el frío zumo de cebada con un dedo de espuma. Tarea ardua esta de subir el puente con el estomago lleno y los ojos chisposos.

Pero permitan vuesas mercedes que no les hable de sus albóndigas de choco y gambas, ni de sus croquetas de cola de toro, ni de su bacalao con tomate o las espinacas con garbanzos. Tampoco les hablaré de sus pavías de merluza, de sus quesos ni de sus chorizos. Ni siquiera de su pollo al ajillo o de las lagrimitas del mismo alado. Les hablaré de uno de sus amores, de una de sus pasiones. Pasión que le hace sufrir y al mismo tiempo le da gran consuelo cada domingo, día de Nuestro Señor. De hecho, su limpia sangre, demostrada muchas generaciones atrás, no es del color carmesí como la mayoría de los temerosos de Dios.
Concédanme vuesas mercedes el privilegio de su tiempo para relatarles lo acaecido al Licenciado Ramírez (titulo real, rubricado por el Rey Nuestro Señor como reconocimiento a su erudición sobre la Historia del Arte, que consta en un pergamino de gran tamaño que los ojos de este  humilde narrador han podido ver) en unos de los mentideros de la Villa y Corte del Reino.

Hace tiempo, el licenciado dejo la ciudad del Guadalquivir (río con dos corrientes, una, hacia el sur en busca de los doblones de las américas y otra, hacia el norte para pagar las deudas de la corona), para visitar una muestra del glorioso arte del sevillano de oro, Don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, gran maestro de la pintura universal. Después de deleitar sus ojos y su alma con las pinturas del genio de los pinceles barrocos, Ramírez se dejó acompañar por viejos camaradas de licenciatura, todos ellos nacidos en la capital del reino, hacia uno de los numerosos bodegones de puntapié que apaciguaban la sed y la glotonería de los ociosos en el crepúsculo  madrileño. Luego de dar buena cuenta de los morapios y aguapiés, la conversación se tornó en vil mentidero con el arrejuntamiento de más villanos que venían de disfrutar de una victoria de su cuadrilla en un juego de pelota. Sabedores los concurrentes del origen meridional del respetable Ramírez, siguieron  con la burla por lo abultado del resultado infringido al otro equipo de la capital hispalense. Observó nuestro licenciado pequeños broqueles sobre los jubones, todos ellos de colores morados y blancos y notó como las bilis se le revolvían en lo más dentro de su ser.  Sin exagerar el gesto y sin hacer gala de ostentación, se desembarazó de la capa que lo cubría mostrando  su espada ropera, forjada en tierras toledanas y templada en  las aguas del Tajo. Sobre su jubón lucia con orgullo su pequeño broquel dorado, en el que se apreciaba treces barras, seis verdes y siete blancas.

-Perdonen ucedes y aplaquen su jolgorio, que este nacido en otra orbe de las Españas, no permite que hidalgos, pajes, ganapanes, estudiantes, criados, campesinos o mendigos de esta Villa y Corte, se mofen de los desdichados seguidores del color rojo que habitan en mi ciudad. Pardiéz que el único con licencia para descuajaringarse de las desdichas de mis contrincantes deportivos es este hijo de sevillana y sevillano que por sus venas corre sangre verdiblanca.   No es de bien nacido dejar de defender a parientes, vecinos, clientela y demás vulgo de tu sitio y residencia, aunque tengamos nuestra particular contienda. El único con licencia para la sátira, es éste que tenéis aquí delante y plantado presto a lo que haga menester.  Sigan vuesas mercedes aplaudiendo a portugueses, flamencos y demás  traídos de otras tierras y déjenme en paz a los seguidores del equipo de la colación de Nervión, que para eso estoy yo que soy verdolaga y a mucha honra. Señores ¡queden ustedes con Dios!.

Marchose el licenciado Ramírez ya de anochecida, camino de la posada donde descansar su cuerpo. Al amanecer, le aguardaba un largo trayecto de regreso, pero satisfecho de todo lo que le había acontecido en Madrid.  Por el camino, seguía escuchando cantos y vítores de la chusma y pensó…


Cuan gritan esos malditos,
Parece que les dan cuerda.
Más yo respondo a sus gritos:
¡Viva el Betis manque pierda!
 


Acabose de escribir el día 8 de Marzo del año de Nuestro Señor de Dos mil y doce, festividad de San Juan de Dios.