Aquella tarde la canícula del estío caía con fuerza sobre el campo. En el pequeño cortijo, los visitantes intentaban disfrutar de las horas de siesta aprovechando la novedad de dormir en un viejo soberao o en los confortables colchones mullidos de las camas de hierro forjado. El fiel mastín dormitaba en la puerta junto a la silla de enea donde ya no se sentaba su amo.
Cerca del cortijo estaba la alberca, bordeada por varias higueras y dos robustas moreras. Junto a la alberca la noria en desuso te enseñaba, si tú lo querías ver, otra época, otros tiempos. Quedaba poco de la noria, el tiro, donde se ataba la vieja burra, hoy sustituida por un motor con "caballos", los cangilones, cambiados por una tubería que llegaba a lo profundo de la tierra para encauzar la subida del agua, y poco más.
La alberca alimentaba la vida del huerto contiguo. En un costado, el agujero por donde salía el líquido elemento, seguía medio tapado por una tabla de madera para controlar el riego.
Allí estaban los dos. La música corría a cargo de varias chicharras que competían, de higuera a higuera y de morera a morera. El perfume lo ponían las plantas del huerto, las tomateras, las sandías, las cebollas, lechugas, pepinos y todo lo que aquella fértil tierra donaba después de su cuidado.
Allí estaban los dos. Sentados en el pretil de la alberca, con los pies en el agua., disfrutando de la sombra y del calor de la tarde. Disfrutando de unas pocas horas de soledad. Disfrutando del frescor que regalaba la naturaleza.
Comenzó él. Se echó al agua, agua que le cubría poco más de la cintura. Besó sus rodillas y, casi sin querer acarició sus piernas. "No seas tonto" fue lo único que dijo ella. En ese momento saltó también al agua.
Empezó con un roce, una mano acariciando su espalda, sus hombros, sus senos. Deslizó suavemente su bañador negro por su cuerpo y se dejó flotar sujeta por los brazos de él. Él la abrazó con ternura y se dejaron llevar.
Fue especial. Algo nuevo. Algo viejo. Nunca lo habían hecho en el agua, ni siquiera en los veranos de juventud, soledad y playas.
Después de aquel mágico momento allí estaba los dos. Ella abrazaba con sus piernas las de él, él la rodeaba con sus brazos, en silencio, solo se escuchaban leves suspiros de gozo y el cansino cántico de las chicharras. Los pensamientos de los amantes andaban por los años en que comenzaban a conocerse. Pero ahora tenían experiencia, ahora tenían conocimientos de los gustos y placeres de cada uno. Ahora celebraban una vida en común.
Las chicharras cesaron su canción., en el relajamiento del placer, en ese abrazo sincero, escucharon las voces encantadoras que gritaba desde el cortijo:
!Papá, mamá! ¿Donde estáis? !Mamá! ¿Hay algo de merendar? ¿Papá dónde están las llaves del coche? !Que nos vamos al pueblo con los primos que hoy hay fiesta!
El abrazo se deshizo en un instante. Sus cuerpos desnudos se hundieron hasta que el agua les tapó dejando al descubierto sus cabezas. Ella buscó su bañador negro. Él consiguió verlo, el provocativo bañador negro flotaba, entrelazado con el suyo, surcos abajo, alejándose por los canales de riego que alimentaba a las plantas del huerto.
Mientras tanto, el viejo mastín, abría lentamente los ojos y ponía esa cara de "estos humanos de ciudad ,aprovechan la menor oportunidad para....."