Vale, quizá no sea este el medio
más adecuado para confesar lo inconfesable, pero mi conciencia no puede más. No
quiero echarle la culpa al amigo que me
incitó ya que el responsable de mis actos, aunque me pese, soy yo.
Una de los valores que más admiro
en el ser humano es la fidelidad, y yo hasta hace uno días presumía de ello.
Pero mira por donde, en un momento de bajón por un disgusto sin importancia,
caí en la tentación y no pude parar.
Fue precisamente mi “supuesto”
amigo quien me la presento al empezar a caer la noche sevillana. A lo mejor me
deje embaucar por el escenario, la calle Betis, a la orilla del Rio
Guadalquivir. O fue por la gente que tenía alrededor, visitantes foráneos con
ganas de alargar la seductora noche hispalense. No sé, pero el caso es que me
dejé llevar.
Mi amigo, por su trabajo y por su
soltería, está acostumbrado y él lo ve normal. Incluso en más de una ocasión
han sido dos distintas en el mismo día. Pero yo no, yo siempre he sido fiel, al
menos hasta esa noche. No dejo de
arrepentirme.
Con la excusa de saludar a una
amiga que paseaba por la acera, me dejó solo con ella. No puede evitar mirarla
y me deje seducir. Con la complicidad del anonimato que me proporcionaba la
multitud, la así por la cintura. Su vestido verde me trasmitió la frescura que
andaba buscando en la calurosa noche que se avecinaba. Sin pensar en las
consecuencias que vendrían luego, me atreví a acercar mis labios y… Más de diez
minutos estuve dedicado a ella. Más de diez minutos que, a pesar de que me sentía
culpable por lo que estaba haciendo, no veía nada alrededor, solo la sentía a
ella.
Cuando llegó mi amigo ya nos
habíamos separado y nos encontró sentados frete a frente. Él, con una sonrisa
descarada y ojos maliciosos me preguntó:
-¿Qué te ha parecido mi amiga
danesa?
No le respondí. Solo con mi cara
de culpable sabía él que no lo volvería a hacer.
Tenía un regusto amargo en la
boca, pague la cuenta y me despedí de mi amigo. A ella no quise ni mirarla,
quería marcharme y pensar en lo que había hecho.
De regreso a casa donde me
esperaba mi mujer y mis hijos, arrepentido de mi acto, me lo prometí a mí
mismo:
¡Nunca más tomare una Carlsberg!.
¡Nunca! Seguiré como toda la vida siendo fiel a mi rubia de la calle Oriente, a
mi Cruzcampo fresquita en un buen vaso fino. Y encima la cerveza danesa,
amarga. ¡Seré tonto!
La próxima vez que esté con mi
amigo, el podrá tomar una verde, una negra, una mexicana, pero yo seguiré fiel
a mis principios.
Solo una vez te engañé Cruzcampo, solo una y te prometo que
será la única.