El barco llegó a puerto tras una larga travesía del estrecho, marcada por un temporal de los que suelen azotar las aguas que separan Andalucía y Marruecos. Después de un par de días en Ceuta sin poder disfrutar de la ciudad norteafricana, los marineros estaban deseando llegar a San Fernando para desfogarse y visitar todos los garitos, bares y demás lugares donde disfrutar y olvidarse de las largas horas de trabajo a bordo.
Llegaron dos días antes de la festividad de la Virgen del Carmen. Atracaron en el Arsenal de la Carraca. El Almirante de este establecimiento militar quería que fuera un día especial, ya que su señora celebraba su onomástica. Todos los marineros de los distintos buques atracados en el muelle aprovecharon las horas libres para, con permiso de sus superiores, acabar con las reservas de comidas y sobre todo bebidas de la fantástica Isla de León.
Llegó el día señalado, 16 de Julio. Todos los barcos engalanados para la ocasión. El inmenso Galicia, el patrullero de altura Villa de Bilbao, los buques aljibes que levaban el agua a la isla de Alborán, el pequeño Nereida de los buzos de la Armada, la patrullera Acevedo, los remolcadores de altura que ayudaba a atracar a los barcos y, por supuesto, los dos gemelos: el Rigel y abarloado su costado de babor, el Antares. Todos de punta en blanco. Los que más el Antares y el Rigel, que al ser buques hidrográficos, el color de la pintura con que estaba recubierto todo su acero era el blanco. Decorados con banderas y banderines de proa al “palo mayor” y de este a popa. Todos relucientes, recién baldeados y limpios como nunca. Todo preparado también en el muelle. Varios batallones de Infantes de Marina, el Tercio Sur, el Tercio de Armada, la Policía Naval, todos formados y dispuestos a vivir la izada de bandera en el día de la patrona de los marineros. Gradas provisionales repletas de invitados.
En la popa del BHA Rigel todo está dispuesto. La guardia, con polainas, correajes y mosquetones de honor. Los zapatos negros como el azabache. El Lepanto, el mal llamado gorro, brillando gracias a la pasta de dientes aplicada momentos antes de llamar a formación. El sargento primero de máquinas Don Lizardo con su mejor traje, su mejor traje o el que le quedaba después de muchos años al servicio de la Armada. Pero le daba igual, le quedaban horas para jubilarse, para pasar a la merecida reserva. Un sargento primero, tres marineros y un cabo segunda marinería, todos ellos con el cuerpo perjudicado después de una noche de juerga. Todos ellos con dolor de cabeza y ojos medios cerrados por las pocas horas de sueño. Pero allí estaban. Dispuestos a izar la mejor bandera, la más grande, para que el ilustrísimo señor Almirante viese que los hidrógrafos eran los marineros con más marinería de todos los que estaba bajo su mando.
El disparo de salva del cañón anunció el inicio simultáneo de las enseñas. La banda de música de la Infantería de Marina, comenzó a tocar el himno de España. D. Lizardo, con su metro noventa de altura, su oronda cintura, sus barbas de viejo lobo de mar, saludaba marcialmente cuando notó algo raro. El color del trapo que empezaba a desplegarse suavemente sobre el pequeño mástil era demasiado rojo. No había nada de amarillo, no había nada del escudo con las dos columnas. En todo este rojo aparecía poco a poco ¡un pentagrama verde, una estrella de cinco puntas! ¡Pero si es el Sello de Salomón! ¡Pero si estamos izando la bandera de Marruecos!
Con los ojos inyectados en sangre miró a cabo de la guardia que estaba más pálido que él. ¿Pero qué coño habéis hecho? El cabo, dejó la formación y corrió todo lo que pudo hacia el puente de mando donde se guardaban todas las banderas. Cogió una, después de cerciorarse que era la auténtica, la de España, y bajó a toda velocidad la escala que lo llevaba a popa. Allí estaba el sargento esperándolo y con su ayuda cambiaron el trapo que sujetaba un asustado marinero y pudieron izar la enseña española.
Al parecer, nadie se dio cuenta del suceso, ya que todos estaban pendientes de sus propios izados. D. Lizardo los reunió en la camareta de suboficiales y les echó la bronca más grande que habían recibido los marineros en todos sus meses de mili. Como pudieron los resacosos marinos le contaron sus correrías de hacía unos días en Ceuta. Le contaron como una noche, sigilosamente, habían tomado prestado un trapo que una patrullera mora de la morería, “se había dejado izada”. Le contaron que uno de ellos cuando regresó a bordo no se le ocurrió otra cosa que colocar la bandera en el sillón de mando del comandante. Le contaron que no sabían cómo habría podido llegar hasta la estantería donde se ordenaban las distintas banderas de señales. Le contaron que la resaca es muy mala, como usted bien sabe D. Lizardo, y que no saldremos de juerga la noche anterior a un acto como este.
No pasó nada a nadie. El viejo marino se jubiló semanas más tardes. El cabo segunda de marinería CVP (conductor de vehículos pesados, o sea un Land Rover) lo acompañó a la estación de tren con todos sus bártulos y en el andén se despidió de él
D. Lizardo ha sido un placer navegar bajo sus órdenes.
Naranjito so mamón, cuando vayas a mi tierra, a Vigo, te voy a llevar a la calle de los vinos y hasta que no salgas arrastrándote por el suelo y lleno de los buenos caldos gallegos no te dejaré en paz.
Entre sus pertenencias llevaba una bandera marroquí con la firma de todos los marineros de a bordo, que el viejo sargento de máquinas se había preocupado de conseguir.
(La historia de la “conquista” de la bandera alauita se merece una entrada aparte.)