Bueno, que aquí estoy como Mel Gibson encerrado en la Cúpula
del Trueno pero sin perro que poder pasear por los desiertos de Australia. Eso
sí, con unas jefas que mandan más que Tina Turner en Negociudad, mi señora
esposa y la jefa de la casa, nuestra hija. ¡Las madres que las pario a ambas
dos!
Con esto del confinamiento y, para seguir con la rutina que
tenían antes, no se les ocurre otra cosa que ponerse a limpiar, ordenar, a
limpiar otra vez, a ordenar otra vez que no están contenta como ha quedado la
primera vez, a modificar la ubicación de donde están las cosas para que yo me
líe, no encuentre ná y poder echarme la oportuna bronca y así un largo etcétera.
Manos a la obra. Ponen en el tocadiscos/cedé, un concierto de Alejandro
Sanz al catorce de volumen. Quién me va a
tapar esta noche si hace frío. ¡Niño! Que no lo bajes. Vale, vale. Y
quítate de en medio que estorbas. ¡Si yo pudiera salir! ¡Papá! ¡¿Te quieres
quitar de ahí?! ¡Ya!.
Nada, que se lían con el altillo del ropero empotrado.
Empotrado en la pared, claro. Y, ¿sabéis lo que cabe en un altillo de un
armario empotrado de dos metros de largo por sesenta centímetros de fondo?
¡Tela! Pero tela marinera. Cogen la escalera, bajan las cosas, seleccionan,
deciden que guardar de nuevo, desechan lo que ni sabían que estaba ahí y no
vale pa ná. Y yo por medio. ¡Papá!
¡¿Te quieres quitar de ahí?! ¡Ya!.
Y yo embobao con la
cámara de Súper 8 de mi suegro y su correspondiente reproductor. ¿Esto estaba
aquí? ¡Desde luego papá, parece mentira que vivas con nosotros!
Cogen la escalera, suben las cosas, ordenan, ponen mu bonito todo y meten en bolsas lo que
no les sirve. Por pura casualidad, casi todo lo que no vale es mío. Pero no me quejo, soy el
macho alfa.
Se me olvidaba, mi hija es seguidora de la Marie Kondo esa,
una nipona con los ojitos así como medio cerrados, que es una máquina en temas
de organización minimalista. Así que queda todo niquelao, para echarle una foto con una buena cámara, que no es mi caso.
Ya está el altillo para pasar estado de revista. Ahora, el
mismo día no, al día siguiente, que tampoco es tema de venirse arriba, a por el
frigorífico.
Abren, cierran, limpian, tiran (lo caducado según el criterio
de ambas dos), organizan, guardan, ordenan.
Y el frigorífico de tanto abrir, limpiar y cerrar, de tanto organizar, empieza a
emitir un pitido de socorro. Algo así como pi pi pi pi pi.
Y llega el macho alfa, yo. Claro, si es que no paráis. Ya ha
saltado la alarma de la temperatura. Al final los huevos a la bechamel no se
van a poder comer. Bueno, a ver, dejadme, yo lo arreglo.
Y lo arreglo. Y se quita la alarma. ¿Cómo? Pues aplicando mis
conocimientos y porque sé dónde guardo el libro de instrucciones. ¡Tomaaa!
¡Marikondo!. Y ná, que le doy al
botón de “Súper”, que sirve para forzar la bajada de temperatura de la parte de arriba del aparato.
Y ya me quedo tranquilo. ¡Qué bien lo he hecho!
Y, después de comer, me echo la siesta. Pero una siesta de
las buenas, no de esas de un ratito na
má, no, de las buenas buenas. A lo loco, sin
pensarlo, el tiempo que tenga que ser. Y me levanto sin saber si es por la mañana, por la tarde o por la
noche (era por la tarde justo antes de los aplausos). Y mi esposa me dice eso de oye, que al frigorífico no se le apaga la luz
de “Súper”, ya te lo has cargao. ¡Ostras! Que se me olvidó. Vale ahora le doy. Y le dí al botoncito
y se arregló.
Y ahora viene el daño colateral objeto de esta historia.
Recordad que la siesta fue más larga de lo habitual por culpa del confinamiento
y la cantidad de series que estoy siguiendo y que me hacen ver la tele por la
noche más de lo debido. Y todo ese tiempo la lucecita de "Súper" encendida y el cacharro enfriando a tope. Mientras preparo la cena, entiéndase ayudo o espero, cojo él último botellín de cervecita que
nos quedaba desde que fui al supermercado hace nosecuantos
días, y me lo encuentro con un recubrimiento de frío glaciar y con una escarchita
blanquecina recubriéndolo, lo abro, deposito suavemente el contenido en mi vaso reservado para tal menester,
con un dedito de espuma, con su sabor
amarguito. ¡Ojú! hijo, que gustito y que fresquita. Y el
nota del Mel Gibson pasando calor con su coche tuneao por los páramos
desérticos. Será tonto.
Por cierto, no he encontrado antónimo de "daño colateral". Tampoco lo he buscado ¿pa qué?
Ahora la foto. No hace falta ampliarla, yo la describo:
Lo que se ve en grande es un imán que me trajo mi hijo de
Toledo.
La luz naranja es la que se me olvidó quitar antes de la
siesta.
La luz verde es la que indica que ya está todo OK (-18º) y
que no hace falta que le des más caña al frigorífico, que la cervecita ya está
fresquita.
Bueno, a ver con que daños colaterales me enfrento esta
semana.