jueves, 12 de septiembre de 2019

Boda en El Salvador





Bueno, ahora tengo tiempo. Poco, pero como mi mujer no está, mi hija tampoco y mi hijo lo mismo está en Marchena, en Málaga, en Granada, en El Viso del Alcor o en Carmona, vete a saber, cuestiones de trabajo, me pongo y cuento algo.

Lo más cercano Sevilla. Hay una plaza en esta bendita ciudad que es la plaza del Salvador. Se llama así porque en ella está la iglesia del mismo nombre. La otra catedral sevillana, antigua mezquita y punto de partida de la Semana Grande hispalense. Una iglesia grande, con muchos escalones en la entrada y conocida por todos mis paisanos.

¿He dicho punto de partida de la Semana Grande? Po sí. Resulta que, como de ella salen cofradías para hacer la estación de penitencia a la Catedral, la otra, la grande, tienen que salvar los escalones de la entrada con una rampa de listones de madera. “La rampla” decimos los miarmas. Cuando se coloca la rampla empieza la Semana Santa, siete días antes, claro.

Pero esta plaza tiene más cosas: tiendas de ropa, bares, otras tiendas, bares, otros locales que venden cosas, bares y un puesto de papas fritas que quitan el sentío.  (Pliego de descargo: hace un año que no me paso por la plaza del Salvador. Quillo, Manolo, que se me hizo tarde, perdóname).

Bueno, pues eso, que hay unos bares donde paramos después de la hora del Ángelus, y disfrutamos de varias cosas. A saber: la compañía, la cervecita, el trato, la gente, la buya, los camareros que te atienden con “una sonrisa y amabilidad “espectacular”, los soportales, las mesitas a la altura adecuada, las cervecitas, las sombrillas para mitigar el Sol sevillano, las cervecitas y un largo etcétera. Por cierto, un buen lugar para esperar a tu querida esposa cuando anda por el centro y queda contigo luego, cuando termine, más tarde. Otra cosa no, pero los templos hosteleros se los conoce todos.  Venga, una foto para situarnos. Que conste que la he rebuscado por interné. Es que hace un año que no voy y encima sin réflex.




Hay gente ¿no? Y un sábado más. Y en Sevilla “never rain” dicen los guías turísticos. Y la gente debajo de las sombrillas. Y en Sevilla “never rain”. Y en la parroquia del Salvador se casan una jartá de parejas. Y no hay sitio para aparcar. Y todos los fines de semana bodorrios. Todos arreglaitos. Con las mejores galas. Y en Sevilla “never rain”.

 ¡No ni ná! ¡Y cuando llueve!, llueve. Y la novia quiere lucirse. Y en Sevilla lloviendo. Y la novia preocupá. Es que es su día grande. Y en Sevilla lloviendo. Y por la plaza un montón de sombrillas patrocinadas por (esto es publicidad por si me invitan) Cruzcampo. Y el arte de los camareros. Y vamos a echarle una mano a la chavala, que es su día. ¡Coño! Que no se moje. Disfruta, que tu maromo lleva un rato dentro de la iglesia. Y los camareros todos a una.

Enga, ahí va eso:





martes, 3 de septiembre de 2019

Una de chiringuitos



Bueno, po ya estamos aquí de nuevo. Se acabaron las vacaciones, se acabaron los días de asueto, se acabaron los días de “no hacer nada” y, de cabeza, a la bendita rutina. Vamos a dejarlo en rutina, lo de bendita no sé a quién se le ocurrió.

Que eso, que mu bien el merecido descanso, que mu bien la playita y todo lo que eso conlleva. Pero por cuestiones de genes, de lo saborio  que puedo  llegar a ser, y de quejarme por naturaleza, hoy toca protestar.

 Vamos por parte. Yo soy un ferviente defensor de la Madre Naturaleza. El medio ambiente, mejor el ambiente entero (no confundir con “de ambiente”, que lo he consultado en el diccionario de la RAE, ¿vale?), hay que mantenerlo, cuidarlo, preservarlo para las próximas generaciones  y de camino hacernos la vida un poco más natural, placentera y… bueno, to eso.

Pero claro, tenemos la Ley de Costas. ¿Qué no sabes lo que es? Atención al cortaypega investigado en mi extensa biblioteca:

Hasta 2013 ha estado vigente la Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas, que derogaba a la Ley de Costas de 26 de abril de 1969, y estaba desarrollada en el Reglamento de la Ley de Costas, aprobado en Real Decreto 1471/1989 de 1 de diciembre de 1989. Esta ley fue modificada por la Ley 2/2013, de 29 de mayo, de protección y uso sostenible del litoral y de modificación de la Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas, actualmente en vigor.”

O sea, en resumen, que a nosecuantos metros, tierra a dentro del litoral marítimo, a partir del sitio donde las olas se paran y vuelven otra vez pa  la mar, no puede haber construcciones fijas, edificios y cosas por el estilo.

Entonces, tú estás en las costas onubenses, con tu parienta, con tu sombrilla, con tu sillita comprada en el chino del barrio, tus gafas de sol para que no te moleste el Lorenzo y de camino poder admirar el paisaje veraniego, bien pertrechado como manda los cánones, pero… ¡falta algo!

¡¿Dónde está el chiringuito?!

Después de años convenciendo a la madre de tus hijos para que no vayamos a la playa como dos sherpas himalayos (bueno, en realidad un sherpa, yo. Ella con su pareo, una esterilla, una gorrita del declatón, el bikini, una toalla de las grandes  y poco más, va de lujo), ahora resulta que el único chiringuito que queda está donde aparcamos el coche. Más o menos en el quinto pino o el sexto, en Mazagón hay muchos pinos.

No te lleves nada de comer, nos acercamos al chiringo y nos tomamos algo. Un día es un día y una semana es una semana. Venga, no te líes en la cocina, si con cualquier tapita estamos apañaos.

Esto fue lo que le decía a la que me aguanta a diario, pero es que ahora ¡no hay chiringuitos! Esos templos culinarios donde te comías un plato de paella que de paella solo tenía el nombre. O una ración de almejas a la marinera. O un espeto de sardinas. O unos calamares fritos. O una jartá  de viandas veraniegas. Por supuesto todas estas viandas acompañadas de un tintito de verano o, como en mi caso y por prescripción facultativa, una cervecita bien fresquita. Esos grandes protectores solares que hacían que volvieras de las vacaciones igual de blanco que en Navidad porque no te movías de su sombrajo.

Ahora no, ahora el chiringuito no está a pie de playa, está una jartá de lejos y encima parecen gastrobares. Como te descuides te aparece Ferran Adriá y te pone un miniplato con una “decostrución de atún barbateño, acompañado de ortiguillas marinadas al pilpí con salsa  azerbaijana y brotes de espuna de mar”. Eso si, presentado en una tapadera de bote de mayonesa y con un precio como si pagaras la suscripción  al Nefli  para el resto de tu vida.

Algo tienen bueno esto “nuevos” establecimientos, la noche. Ojú que lujo, como han cambiado.  Si tuvieran camas balinesas me haría un selfi  y lo subiría al feisu. Un poco de postureo no viene mal, y si tú no puedes, te aguantas.

La música regular. Mucho Rosalía pero nada de Status Quo ni de Los Chichos. ¿Y las copas? Tres días me costó explicarle a la morena de la barra que un gintonic es hielo, ginebra y tónica. Al final lo aprendió.

Bueno, que al final, como no tenía a mano el chiringuito, volvimos a lo clásico: Nevera azul, filetes empanados, tortilla sin cebolla, un poquito de patatas aliñadas, una botella de tinto, otra de casera y volver de vacaciones moreno moreno. Todo por no andar trescientos metros hasta el establecimiento de bebidas a pie de playa.

Ahora la foto:




La he encontrado en la red. A la playa no me llevo la réflex porque no tengo. El móvil no sirve de , no veo bien la pantalla y si hago una foto al final me aparece la vecina de sombrilla que, por cierto, era teutona.