sábado, 17 de diciembre de 2011

El secreto


Como todos los años, la distribuidora de productos de alimentación, celebraba la tradicional cena de Navidad para los empleados. Reservaba un pequeño restaurante a las afueras de la ciudad. Iban todos:   las dos chicas de la oficina; Gutiérrez, el contable; los cuatro vendedores; el joven jefe de almacén; los tres almaceneros y los seis o siete repartidores. Presidiendo la mesa, como siempre, el sr. Gerente. Persona un tanto altanera, a la que siempre había que reírles sus chistes y sus gracietas. Destinado en la ciudad como “premio” a su gestión al frente de uno de los departamentos comerciales de la central. 

La cena solía terminar todos los años de la misma manera. Se formaban grupos que seguía la noche por su cuenta. La gente joven, las chicas, el jefe de almacén y un par de repartidores, solían marcharse a tomar copas a algunos de los bares de la orilla trianera del río. El resto, encabezados por el engominado jefe, aprovechaban estas reuniones de empresa para hacer varias visitas a los “bares de colores”. Todos, menos Gutiérrez.

Gutiérrez era el primero en marcharse de la cena. De mediana edad, bajito, delgado, con una incipiente calvicie, soltero, sin pareja que se supiera. Hombre cabal, callado, trabajador, metódico, puntual. Era el primero en llegar al trabajo y también era el primero en irse, eso sí, siempre a su hora, no sin antes dejar encima de la mesa del director, todos los informe que este le había pedido. Sus compañeros le apreciaban por la seriedad que mostraba en el trabajo. Guti que aburrio eres, aburrio y triste. Estas deseando llegar a tu casa para sentarte enfrente de la televisión. Mira los comerciales, después de estar todo el día en la calle, dando vueltas, se quedan hasta tarde charlando y bromeando con el jefe, le solían decir en tono cariñoso.

Aquella noche, después de haber seguido la fiesta por su cuenta, el jefe de almacén acompañó a una de sus compañeras a su casa. Parados en un semáforo, en un barrio residencial, vieron como salía de un portal un señor bajito y delgado. -Mira, se parece al Guti. - No es que se parezca, es que es Gutiérrez. -¿Y que hace por aquí? Miraron al portal y se dieron cuenta que era donde vivía el gerente. -¿Oye, aquí no es donde vive el jefe? -Si, en el primero. Cuando alzaron la vista vieron a una mujer asomada al balcón, cubierta con una elegante bata y sus morenos pelos enmarañados. Con una sonrisa le lanzó un beso al bueno de Guti, y este se lo devolvió con una sonrisa cómplice mientras se metía en su coche.

En el trayecto a casa de la chica no pararon de reírse. Empezaron a recordar situaciones. Los inmensos informes que les presentaba siempre a última hora. La poca gracia que le hacia los chiste machista del engominado. Lo puntual a la hora de salir. La cantidad de viajes que le organizaba. No se podían imaginar que una persona tan anodina como su contable, aunque muy buena gente, fuera el amante de la mujer del jefe.

Nunca comentaron al resto de compañeros su descubrimiento. Fue su secreto durante el tiempo que trabajaron juntos.


 Al cabo de los años se volvieron a encontrar una noche finalizando otra cena de empresa y recordaron viejos momentos vividos. 

-¿Qué fue de la gente?


-Cuando la empresa decidió cerrar la distribuidora, cada uno se buscó la vida como pudo. Casi todos encontraron trabajo en otras distribuidoras. Yo me fui a trabajar a la empresa de mi novio, que hoy es mi marido. El jefe lo destinaron a la central y acabó divorciándose, su mujer no quería moverse de aquí. 


-¿Y el Guti?


-¿Gutiérrez?  Ni idea. Me dijeron en una ocasión, que trabajaba como administrador en una explotación agrícola cerca de Salamanca propiedad de una persona de gran alcurnia. Conociéndole como lo conocimos aquella noche no quiero ni pensar…. ¿Por cierto?  ¿Contaste  alguna vez lo que vimos?


-Nunca lo conté compañera, ni lo conté ni pienso contarlo.  

lunes, 12 de diciembre de 2011

Las sombras


Calle Judería, Sevilla
Autor de la fotografía: J. A. Alcaide (otros-viajes.blogspot.com)


Bajó la persiana metálica que sellaba la puerta de la pequeña tienda de cerámica y se dispuso a marcharse a casa después de un largo día de trabajo. Siempre que era víspera de festivo, su jefa la dejaba a cargo del negocio, pero aquella tarde había tenido más trabajo del habitual. Nunca cerraba tan tarde pero tenía que aprovechar el paso de visitantes y en estas fechas las calles del barrio estaban particularmente concurridas. Se cercioró que estaba   cerrado el local y se dirigió con su bolso bien agarrado a coger el autobús junto a los cercanos Jardines de Murillo. Pero a unos cincuenta pasos los descubrió.

Apoyados junto a  la muralla de la ciudad, que en otra época traía el agua de los Caños de Carmona hasta el Alcázar, estaban los dos. El callejón de Agua es una calle muy transitada durante el día, pero a estas horas de la noche y con tan poca luz, pocos paseaban por él. Encima sus gafas para ver de lejos se las había dejado dentro del local. Pero lo que vio no le gustó. Dos figuras oscuras, completamente de negro, mirando algo que uno tenía en las manos, parados lejos del pequeño farol. Decidió coger la dirección contraria y encaminarse por el recorrido más largo.  Su corazón empezó a latir con fuerza al notar como sonaba los pasos de las dos figuras negras acercándose.

Giró a la derecha por la calle Vida, esperaba encontrar abierta la tienda de recuerdos que estaba en la que todo el mundo conocía como Plaza de las Cadenas, pero se la encontró cerrada. No se lo pensó, entró por el arco que daba acceso a la sinuosa calle Judería no sin antes pararse un instante a escuchar si les seguían. Seguían sonando aquellos pasos por las calles empedradas.

En el silencio de la calle solo se escuchaba el gorgoteo del agua de la pequeña fuente del rincón de unas de las torres del Alcázar, el agua y unos pasos cada vez más cerca. Y ahora venía lo peor.  Una especie de túnel  con un recodo la esperaba al final. Pasó rápida por los arcos escuchando el eco que sus zapatos de tacón producían. Al final de aquel interminable callejón, por fin se adentró en el Patio de Banderas.  Sentía cada vez más cerca a sus perseguidores, pero no se atrevió a acercarse a las pocas parejas que, desafiando al frio otoñal, se entregaba a escarceos amorosos sentados en los bancos. La impresionante imagen de la Giralda iluminada sobresalía por los tejados y le servía de faro y de guía. Hacia ella se encaminaba dispuesta a salir corriendo en el momento que su acelerado corazón se lo permitiera. Solo una puerta, siempre abierta, le separaba de sus acosadores y la acercaba al  resto del mundo.

Fue justo en la puerta, antes de salir a la Plaza del Triunfo, cuando las dos sombras se pusieron a su lado. Armada de un valor que ni ella misma se reconocía, se paró, aferro su bolso con ganas y se dispuso a gritar todo lo fuerte que pudiera, no sin antes mirarlos detenidamente, de abajo a arriba, para quedarse con todos los detalles. Zapatos negros, unas calzas de otra época y unos pantalones bombachos atados a la altura de la rodilla. Una especie de jubón les cubría el torso, todo ello de negro azabache.  Sobre el jubón una capa que casi les llegaba a los pies y sobre la capa infinidad de escudos, emblemas y divisas.  Uno portaba en la mano un artilugio desde el que salía una voz.

-¿Dónde os habéis metido? Los de Derecho ya han empezado a cantar. Aligeraros que no llegáis a tiempo, que la televisión conectará en directo cuando nos toque a nosotros.

Las dos sombras siguieron su caminar hacia donde había un numeroso grupo ataviados  de la misma guisa. Ella, respirando e intentando recuperar el resuello, lo recordó. Cada año, la noche antes del Día de la Inmaculada Concepción, junto al Archivo de Indias, la Catedral, los Reales Alcázares, el Antiguo Hospital del Rey y el Convento de la Encarnación, a los pies de la imagen que esculpiera a principio del siglo XX Lorenzo Coullaut, después de una ofrenda floral,  se reunían las Tunas de la ciudad para cantar   y más tarde salir de ronda por los distintos “sagrarios” de copas.

Se quedó un buen rato, esta vez rodeada de gente. Respiró tranquila y se acordó de aquellas dos “sombras” que casi llegan tarde a interpretar las coplas que llevaban años repitiendo, pero que le dejaron un escalofrio casi perenne en la espalda.

Cuando se marchó camino del autobús nocturno, sonrió cuando a lo lejos escuchaba aquello de…

Sevilla tuvo que ser
Con su lunita plateada,
Testigo de nuestro amor
en esta noche callada.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El mausoleo


Hace tiempo que no iba a mi pueblo, el que tuvo  la suerte de verme nacer un lluvioso día de octubre. En esta ocasión fui para visitar una muestra gastronómica de los productos típicos de la Sierra Norte. Ya sabéis: morcillas, salchichones, chorizos, caldereta de venao, guisos de jabalí y otras exquisiteces que da esta zona del norte de la provincia de Sevilla. Aparte de deleitarme de ver como mi añorada población se llenaba de gente, sobre todo de la tercera edad aprovechando los trenes gratis desde la capital, de moteros disfrutando de una magnifica otoñal mañana y de un montón de familias dispuestas a  oler y saborear el “sabor a pueblo”, no pude dejar de visitar el Mausoleo.

Está concretamente al final del Paseo del Espino, junto a la zona deportiva, con su “gran estadio olímpico” (más de un barrio de las grandes ciudades le gustaría tener unas instalaciones como tiene esta población de 2.300 habitantes), con su piscina y con su zona de esparcimiento. 

Y aquí viene la historia.

Hace años, a los regidores de esta localidad, se les ocurrió cambiar el cementerio de sitio. Seguramente por necesidades de terrenos o por cambios en los hábitos con respectos a nuestros difuntos. Esparce mis cenizas en la dehesa sevillana para que mi alma vuelva a respirar el aire puro y limpio que tiene la sierra. El caso es que llegó a un acuerdo con todos los familiares. Cambiaron las tumbas de sitio, todo ello dentro de la más estricta legalidad y con la aprobación de los descendientes de los finados. Cremaciones, osarios y toda lo que conlleva un traslado de este tipo. Con todos los interesados menos con una familia,  una se negó. Que mis muertos no se tocan, debieron decir. Que el mausoleo de mis antepasados ni se os ocurra moverlo. Que lo tenemos en propiedad, que lo hemos pagado durante muchos años, hasta el terreno es nuestro y aquí están los documentos que lo atestiguan. No hubo manera. Nada de traslado, que esta familia no estaba dispuesta a pasar por ver como sus ancestros se tenían que remover de su morada.

Pero como en los pueblos pequeños y llenos de buena gente, todo el mundo se conoce y sabe llegar a un acuerdo ratificado con un estrechón de manos, lograron una entente. La municipalidad les hizo una propuesta: Vale, el mausoleo es vuestro, lo tenéis correctamente demostrado, pero al menos dejarnos que por el exterior lo “decoremos” de otra manera para que a los visitantes no les choque lo extraño del edificio. Y, como mi pueblo está lleno de gente de bien,  llegaron al acuerdo. La familia mantendría la última morada de sus antepasados y el pueblo tendría un nuevo espacio para el disfrute de los vecinos y forasteros.

Y ahora lo bueno.

¿Qué dónde está el mausoleo?  ¡En un parque infantil! Aquí está la prueba.


Quitarle los colorines, imaginarlo con colores un poquito más “serios”. ¿A que es un mausoleo? De verdad, que sí. Aunque no pude entrar a pasear por este pequeño parque, una cadena y un candado me lo impidieron, me asomé lo suficiente para conseguir la foto. Y ahí lo tenéis. Justo en medio una cripta, que por fuera parece que la ha decorado Ágata Ruiz de la Prada, pero por dentro…, por dentro  seguro que mis antiguos paisanos están contentos de notar que sus descendientes los tienen siempre a su lado. Esto es un parque infantil, y ya me hubiera gustado verlo en la fiesta yanqui esa del jalogüin.