Ya tenemos el enterramiento de Antonio Susillo, en la calle
principal y en una rotonda central. Un montículo lleno de plantas muy bien
cuidadas y con un par de carteles informativos.
Uno, una lápida de piedra, señala que es la sepultura del autor de la estatua que
corona este particular monte Calvario y en el otro pone, más o menos, que está
prohibido depositar cenizas de difuntos. Esto último merece otra historia.
En el capítulo anterior comenté que enterraron al escultor
aquí porque la calle no se consideraba tierra sagrada. Bueno, sin que sirva de
precedente, contaré la verdad verdadera de la inhumación del finado en cuestión
aunque el tema del romanticismo del XIX se nos estropee.
El tiro, porque se pegó un tiro y está documentado, se lo
pegó el 22 de Diciembre de 1896. En principio se enterró en una sepultura de
las buenas, de las de calidad duradera. Había dejado un par de cartas y en una
de ellas, dirigida al juez, dejaba claro que se suicidaba acuciado por su
situación económica. Alguien, no se sabe quién, alteró el parte de defunción
diciendo que la causa de la muerte fue debida a una hemorragia cerebral. Cosa
cierta porque el tiro se lo pegó debajo de la mandíbula y los sesos se le
desparramaron. Pues nada, ya no era suicida y lo podemos enterrar en condiciones
cristianas.
No fue hasta el 22 de Abril de 1940 cuando sus restos se
trasladaron al lugar donde descansan hoy en día.
Varios meses después de este nuevo entierro, durante la
soledad del verano sevillano, ocurrió algo que descolocó a los visitantes del cementerio
municipal. El Cristo de Susillo lloraba. De la comisura de los labios y de sus ojos manaban lágrimas doradas.
Se formó un revuelo en toda la ciudad. De boca en boca corría
la noticia y la gente se apresuró a decir que Cristo lloraba por la muerte del
escultor y que por fin podría descansar bajo su cobijo y dentro del Gólgota.
El Arzobispado tomó cartas en el asunto y, para lavarse las
manos, se puso en contacto con los señores del Vaticano. ¿Un milagro? Pues que
sean los jefes los que lo digan. Y la máxima autoridad en esta materia, o sea,
los de Roma, mandaron a un especialista en asuntos milagrosos.
Foto de la red. |
Un viejo sacerdote, parecido al padre Karras de El Exorcista,
con mucha experiencia en materias de este tipo, estaba plantado delante de la
inmensa escultura. Sus viejos ojos y la altura de la estatua no le permitían
definir los rasgos de la imagen. Lo que sí apreciaba era ese brillo dorado de
las lágrimas sagradas. Como era también un entendido en Arte Sacro, supo ver la
influencia de escultores como Rodín en la hechura de esta obra maestra pero
poco más.
Cuando estaba ensimismado con el milagro que casi veían sus
ojos, pasó un empleado del cementerio, Antoñito el sepulturero, camino de sus
quehaceres.
—Buen hombre, ¿podría usted ser tan amable de hablarme de
este milagro que ven mis ojos?
—Claro que sí, Páter —dijo quitándose la boina que protegía
su cabeza— a mandar lo que usted quiera y Dios Nuestro Señor. Usted no es de
aquí ¿verdad?
—No hijo mío, soy de Turín que está en el norte de Italia.
—Ya me parecía a mí por cómo está sudando con ésta caló. Mire usted Páter, Don Antonio hizo
esta estatua en bronce. Bueno primero en barro y después la fundió en bronce.
Como pesaba tanto la hizo hueca por dentro. Y resulta que a unas abejas no se
les ha ocurrido otra cosa que hacer su colmena dentro de la estatua. Pero
claro, esto es Sevilla, y en Sevilla hace calor todo el año, mucho calor como
notará. ¿Qué pasa con la calor? Pues que derrite la miel que hacen las buenas
de las abejas. Y la miel sale por los ojos y la boca de Nuestro Señor
Jesucristo y parece que está llorando. Y así va a seguir hasta que me jubile
porque con la altura que tiene yo no me subo a una escalera y menos para quitar
una colmena.
Foto de la red. |
Desde entonces, a este Cristo, se le conoces por El Cristo de las Mieles. Si tenéis la
suerte de visitar el cementerio de San Fernando, por gusto ¿vale?, no dejéis de
acercaros a este Cristo. Nada más entrar lo veréis desde lejos, fijaros en la
particularidad de los pies y en la expresión del rostro. Entonces imaginaros
que sigue brotando la miel aunque, con un poco de suerte, no tendréis que
imaginarlo.
Otra cosa, algunos personajes como el padre Karras y Antoñito el sepulturero, son ficticios. Los he colocado para “adornar” una mijilla la historia. Bueno, a lo mejor no son tan ficticios como os imagináis.